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viernes, 10 de mayo de 2013



Lealon:


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La primera semana del diciembre de 2012, me dirigí a la editorial Lealon con el propósito de recoger algunos libros. Encontré, como siempre, a don Ernesto López, propietario y maestro impresor, sentado tras su escritorio realizando minuciosamente la corrección de una obra. Al entrar a su oficina note que las paredes de estaban desnudas, sólo quedaban las marcas de los cuadros que solían adornarlas, el resto del lugar estaba cubierto de polvo y las repisas y anaqueles a medio desocupar.

Sobre la mesa central, en la que se revisaron cientos de obras y manuscritos antes de ser impresos, yacían una gran cantidad de papeles en desorden. Me senté en silencio y después de unos momentos le pregunte a Ernesto qué pasaba. Habló en como quien debe decir algo en voz alta para creerlo, no podía imprimir el trabajo que tenía en las manos en sus talleres, porque la empresa que le tomó 40 años construir llegaría a su fin el primero de enero del 2013, fecha en que debía entregar el local.

La editorial venia afrontando grabes problemas económico durante los últimos años, me dijo. A pesar de sus esfuerzos la situación era insostenible. Para finales de la década de los años ochenta don Ernesto producía sus obras usando el sistema tipográfico o linotipia, el cual utiliza maquinas que imprimen textos usando letras o tipos fundidos en plomo para cada publicación, una técnica que estuvo vigente en el negocio editorial por casi un siglo, pero comparado con los usados en la actualidad podría entenderse como sistema artesanal. Una anécdota acerca de la primera publicación de Fernando González Ochoa con Alberto Aguirre como su editor, habla de que este ultimo debió prestar los lingotes de plomo para producir la obra “El Libro de los Viajes o de las Presencias” publicado en 1959. Según Don Ernesto, los autores preferían los libros impresos tipográficamente ya que las letras quedan bien marcadas en el papel, con una especie de textura o relieve que permite tocarlas. 
Pero ante la evolución tecnológica que la producción del libro experimentó durante los años noventa,  don Ernesto se vio obligado a adoptar el sistema litográfico de producción de libros, que utiliza planchas electrostáticas o metálicas a las cuales se les imprime un negativo de las páginas a imprimir para la elaboración de los libros. Los antiguos linotipos que poseía estaban deteriorados y perdieron su valor comercial. Con el fin de comprar maquinaria litográfica, contrajo cuantiosas deudas para mantener la producción de libros “buenos, bonitos y baratos”, meta que siempre ha perseguido. de esa manera se mantuvo a flote hasta la llegada de la impresión digital. La adquisición y mantenimiento de impresoras digitales demanda una gran inversión, como  y Lealon no estuvo en posibilidad de ello, sus impresoras quedaron obsoletas por segunda vez y sin posibilidad de competir con la calidad y agilidad ofrecida por el nuevo sistema.

Viendo la difícil situación, acompañe al maestro impresor durante las últimas semanas de ese diciembre mientras él y su esposa, Doña Olga Lucia Álvarez, iniciaban la tarea de entregar del local y, al mismo tiempo, imprimir la última publicación que salió de su taller. Por mi parte les ayude empacando los libros de su muestrario en cajas de carton, es decir, el archivo de publicaciones de la empresa para su almacenamiento. Algunos otros libros se empacaron para ser vendidos a bajo precio. Al final, aquellos que no corran esa suerte, puestos en costales, serán alimento de la guillotina.

Mientras se empacan los libros, doña Olga y doña Mima, la ultima la “papelera” que aún los acompaña, realizan la encuadernación manual de algunos ejemplares. Aquella labor, la de papelera, ha garantizado la durabilidad y buena presentación de todas las obras publicadas en la empresa. Lo hacen en silencio, con toda su atención puesta en los libros que empastan; lo que habla de la entrega y responsabilidad con que asumen su trabajo. Mientras tanto don Ernesto me ayuda seleccionando los libros a guardar, hace llamadas telefónicas a varios autores interesados en comprar algunos ejemplares de sus obras; sale a conseguir cajas de cartón para el embalaje, atiende a los compradores de libros y hasta saca tiempo para sentarse y continuar corrigiendo. Todo lo hace, a sus 75 años, con tranquilidad y energía, pero sus ojos reflejan la tristeza de las despedidas.

Así fueron pasando los días. A medida que se organizan y se vacían las bodegas, estas son ocupadas casi inmediatamente por los nuevos inquilinos que instalan sus pertenencias, ajenos al escenario. Esto le da a la atmosfera una sensación de premura difícil de pasar por alto. De vez en cuando desfilan por la editorial libreros, editores y autores de la ciudad para comprar algunos lotes de libros. Es un gesto maravilloso de solidaridad, pues los adquieren a buen precio y tratan de llevar tantos como pueden, consientes de las circunstancias que se atraviesan.

Por su parte, las maquinas de Don Ernesto, las plegadoras, impresoras y guillotinas, se van arrumando poco a poco en el fondo del local esperando a algún posible interesado. Son instrumentos magníficos, con miles de partes móviles y una estética propia y digna. Sin embargo, a pesar de su buen estado, corren el riesgo de ser desguazados y vendidos por partes, como chatarra, sin no encuentran un comprador.

Una tarde se vendieron varias estanterías, una mesa de madera, algunas cuñas metálicas y una pequeña maquina tarjetera manual. Es en esos momentos, cuando se desprende de sus herramientas, aquellas que lo han acompañado durante años, que a don Ernesto se le ve turbado. Al finalizar esas transacciones sale de la editorial bajo cualquier pretexto y regresa, después de un rato, ya tranquilo, para continuar el trabajo.

En la noche, visitaron el local Rubén López, poeta, y Víctor Bustamante, escritor. Don Ernesto fue sacando de un rincón una botella de licor amarillo, guardada allí quién sabe desde cuándo y comenzó a servir los vasos. La conversación se animo cuando el maestro impresor contó algunas anécdotas sobre su negocio: que el primer libro impreso en Lealon fue una obra titulada comuniquémonos; que la editorial funcionó primero por 22 años en una casa vieja en la calle Zea, antes de trasladarse al local actual, ubicado en la carrera Cúcuta con la Paz, que allí funcionaba, antes de la editorial, una fábrica de hielo. Que el nombre se debe a que sus hijos, cuando eran niños, hablaban así: véalon, óiganlon, y por decir léanlo decían Lealon; él los corregía “se dice léanlo” y ellos repetían Lealon, de allí el nombre. Sin embargo, durante la reunión, había momentos en que todos mirábamos a nuestro rededor, tratando de digerir una situación que nos parecía difícil de creer…

Durante las últimas jornadas se enviaron a la casa de Don Ernesto una gran cantidad de cajas, lo mejor del muestrario; otras se guardaron en diferentes empresas que facilitaron espacios para ello. Algunos paquetes de libros se vendieron o fueron entregados en consignación a diferentes librerías. Sobre el final, cuando ya no se encontraron más refugios ni llegaron otros posibles compradores, los libros restantes y los deteriorados se metieron en costales. No sé cuantos fueron, nadie se atrevió a contarlos…

El día de la entrega definitiva del local, antes de salir, don Ernesto recorrió por última vez la editorial. Visitó en silencio cada cuarto, se paseo por donde solía estar el taller de impresión, la zona de empaste y las bodegas de libros; finalmente entro a las oficinas. Después salió al balcón y mirando a ninguna parte estuvo allí, quieto, en silencio, por unos momentos. Cerró la puerta y entregó las llaves del local. Esa noche vi como se marchaba a pie, de la mano de doña Olga, hacia su casa.

Aunque el especio físico de Lealon ha dejado de existir, estoy seguro que el trabajo de tantos años seguirá dando frutos. Por su parte Don Ernesto seguirá corrigiendo e imprimiendo textos en Full Color, empresa donde continuara con la pasión de su vida. Es inmenso el legado de la editorial. Don Ernesto ha impreso más de cinco mil títulos de autores e instituciones de todo el país entre los que se cuentan Miguel Urrutia, Luis Fernando Macías, Juan José Hoyos, Víctor Gaviria, Álvaro Tirado, Jesús Antonio Bejarano, Estanislao Zuleta, Manuel Mejía Vallejo entre muchos otros; el maestro impresor soñó hombro a hombro con ellos, pensando más en la difusión de las ideas que en el beneficio económico. En las bibliotecas personales, familiares, privadas y públicas de nuestra ciudad y de la nación reposan una gran cantidad de estas obras, fruto de los sueños y del esfuerzo, haciendo perdurables miles de tradiciones, poemas, crónicas, ensayos, historias y estudios que estarán al servicio de nuestra cultura.


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