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martes, 30 de octubre de 2012

De saco, corbata y mancuernas…


Hoy vi a mi papá sentado en el balcón de casa, asoleando sus 80 años; examinando con ojos penetrantes y una media sonrisa llena de nostalgia, una buseta nueva que esperaba la luz verde en el semáforo de la esquina de mi casa.
El recuerdo vino, me agarró y este es el resultado:
1986…
La madrugada recibía a mi papá cada mañana al abrir la puerta de casa para salir a trabajar.
Grueso, macizo, de piel como el chocolate, sonrisa muy blanca y ojos claros; siempre llevaba su cabello bien peinado.
Su traje oscuro, impecable, planchado por mamá, contrastaba con su corbata colorida y ancha. Sin embargo, se veía estupendo.
Yo lo acompañaba los sábados, que no tenía que ir a la escuela. Salíamos muy de mañana y caminábamos juntos por las calles vacías de un Campo Valdés aún dormido. Íbamos en silencio o conversando sobre lo que yo tenía que hacer en el día para ayudarlo; yo le preguntaba de todo y el contestaba con paciencia.
Después de unas cuadras de caminata llegábamos a un patio muy grande. Allí se iban juntando sus compañeros de trabajo en una pequeña caseta de lata junto a la entrada. De su ventana escapaba un aliento a café caliente, empanada recién frita, salchichón, chorizo y otras maravillas que mi papá llamaba, según la hora, “desayuno o sancho de vitrina”.
Nunca vi que pidiera un tinto, era un hombre de chocolate caliente… Se lo tomaba despacio, a sorbos, mientras charlaba y molestaba con sus compañeros. Antes de iniciar la jornada se escuchaban chistes verdes y carcajadas maliciosas; algunos se hacían travesuras entre ellos, jugaban: eran como niños antes de entrar a la escuela.
Aunque no lloviera, siempre había en ese lugar un ambiente húmedo. Hilillos de agua recorrían ese inmenso patio de tierra, buscando los pequeños desagües o la quebrada que corría por la parte de atrás, oculta entre cañas bravas y maleza.
De pronto, cinco o diez minutos antes de las cuatro de la mañana una voz se alzaba sobre las demás: “Faltan cinco, ‘caleño’, uste sale primero, lo siguen ‘bocadillo’, ‘marañas’…” Y así la lista de apodos se iba perdiendo en el bullicio. Hasta hoy nunca pude saber los verdaderos nombres de muchos de ellos.
Todos se ponían en movimiento, al mismo tiempo, como impulsados por un resorte secreto: la empanada se embutía, el café se tomaba de un solo trago y el cigarrillo, a medio fumar, terminaba en el piso apagado de un pisotón.
Mi padre y yo, sin prisa, nos dirigíamos hacia su máquina. Él abría con una pequeña llave un compartimiento pequeñito ubicado junto a las puertas dobles de ingreso. Allí había dos botones, uno con la palabra “Open” y otro con la palabra “Close”.
Papá presionaba Open y la puerta se abría perezosamente, emitiendo un sonido Shhhhhhh de balón desinflado.
Entrábamos. Él se acomodaba en su puesto, expectante. Algunos días con expresión de piloto de fórmula uno en la primera posición de largada, otros relajado, mirando con tranquilidad la salida de sus compañeros.
Ese día en particular salía cuarto…
Entonces, papá ponía en marcha su máquina que cobraba vida tras un par de convulsiones…
En ese momento el patio, antes silencioso, parecía retumbar y vibrar.
Su buseta, una Dodge modelo 1974, rugía como una leona, parecía feliz de despertar. Con el tanque lleno de gasolina y recién alistada, la busetica relucía. Papá nunca la sacó a la ruta sin antes lavarla y asearla por dentro. Recuerdo que encendía las luces internas si la mañana era muy oscura, y la buseta parecía un farol rectangular porque de cada ventanilla salía una luminiscencia amarilla, verde o roja, según el color de las lámparas ubicadas en el techo.
Él comprobaba los interruptores y las agujas del tablero de instrumentos, mientras yo iba limpiando las bancas rojas con un dulce abrigo del mismo color, claro, remojado en agua con Creso pinol; a mi papá le fascinaba ese olor penetrante a pino y limón.
Cuando recibíamos la orden de salida, papá conducía su buseta con suavidad hasta la entrada del parqueadero, el despachador le marcaba una tarjeta con un reloj que parecía morderla e iniciaba su recorrido por la ruta Aranjuez - Santa cruz, de saco, corbata y mancuernas en los puños de la camisa.
Siempre condujo vestido de esa forma “por respeto a los pasajeros” —me contestó un día que le pregunte por qué lo hacía.
Todas las personas que subían a la busetica ponían sus vidas en las manos y reflejos de mi padre. Para él, ser conductor de servicio público era un asunto importante, de su compromiso dependía que la gente llegara a tiempo a su trabajo, que tuvieran un viaje tranquilo y sin sobresaltos…
Él nunca los defraudó…