Lealon:
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La primera semana del diciembre de 2012, me dirigí a la editorial Lealon con el propósito de recoger algunos libros. Encontré,
como siempre, a don Ernesto López, propietario y maestro impresor, sentado tras su escritorio realizando minuciosamente la corrección de una obra. Al entrar a su oficina note que las paredes de estaban desnudas, sólo quedaban las marcas de los cuadros que solían adornarlas, el resto del lugar estaba cubierto de
polvo y las repisas y anaqueles a medio desocupar.
Sobre la mesa central, en la que se revisaron cientos de obras y manuscritos antes de ser impresos, yacían una gran
cantidad de papeles en desorden. Me senté en silencio y después de unos momentos le pregunte a Ernesto qué pasaba. Habló en como quien debe decir algo en voz alta para creerlo, no podía
imprimir el trabajo que tenía en las manos en sus talleres, porque la empresa que le
tomó 40 años construir llegaría a su fin el primero de enero del 2013, fecha en
que debía entregar el local.
La editorial venia afrontando grabes
problemas económico durante los últimos años, me dijo. A pesar de sus
esfuerzos la situación era insostenible. Para finales de la década de los años ochenta don Ernesto producía sus obras usando el sistema tipográfico o linotipia, el cual utiliza maquinas que imprimen textos usando letras o tipos fundidos en plomo para cada publicación, una técnica que estuvo vigente en el negocio editorial por casi un siglo, pero comparado con los usados en la actualidad podría entenderse como sistema artesanal. Una anécdota acerca de la primera publicación de Fernando González Ochoa con Alberto Aguirre como su editor, habla de que este ultimo debió prestar los lingotes de plomo para producir la obra “El Libro de los Viajes o de las Presencias” publicado en 1959. Según Don Ernesto, los autores preferían los
libros impresos tipográficamente ya que las letras quedan bien marcadas en el papel, con una especie de textura o relieve que permite tocarlas.
Pero ante la evolución tecnológica que la producción del libro experimentó durante los años noventa, don
Ernesto se vio obligado a adoptar el sistema litográfico de producción de
libros, que utiliza planchas electrostáticas o metálicas a las cuales se les
imprime un negativo de las páginas a imprimir para la elaboración de los libros. Los antiguos linotipos que poseía estaban deteriorados y perdieron su valor comercial. Con el fin de comprar maquinaria litográfica, contrajo
cuantiosas deudas para mantener la producción
de libros “buenos, bonitos y baratos”, meta que siempre ha perseguido. de esa manera se mantuvo a flote hasta la llegada de la impresión digital. La adquisición y
mantenimiento de impresoras digitales demanda una gran inversión, como y Lealon no estuvo
en posibilidad de ello, sus impresoras quedaron obsoletas por segunda vez
y sin posibilidad de competir con la calidad y agilidad ofrecida por el nuevo
sistema.
Viendo la difícil situación, acompañe al maestro impresor durante las últimas semanas de ese diciembre mientras él y su esposa, Doña Olga Lucia Álvarez, iniciaban la tarea de entregar del local y, al mismo tiempo, imprimir la última publicación que salió de su taller. Por mi parte les ayude empacando los libros de su muestrario en cajas de carton, es decir, el archivo de
publicaciones de la empresa para su almacenamiento. Algunos otros libros se empacaron para ser vendidos a bajo
precio. Al final, aquellos que no corran esa suerte, puestos en costales, serán
alimento de la guillotina.
Mientras se empacan los libros, doña
Olga y doña Mima, la ultima la “papelera” que aún los acompaña, realizan la
encuadernación manual de algunos ejemplares. Aquella labor, la de papelera, ha garantizado la durabilidad
y buena presentación de todas las obras publicadas en la empresa. Lo hacen en
silencio, con toda su atención puesta en los libros que empastan; lo que habla
de la entrega y responsabilidad con que asumen su trabajo. Mientras
tanto don Ernesto me ayuda seleccionando los libros a guardar, hace llamadas
telefónicas a varios autores interesados en comprar algunos ejemplares de sus
obras; sale a conseguir cajas de cartón para el embalaje, atiende a los
compradores de libros y hasta saca tiempo para sentarse y continuar
corrigiendo. Todo lo hace, a sus 75 años, con tranquilidad y energía, pero sus
ojos reflejan la tristeza de las despedidas.
Así fueron pasando los días. A medida
que se organizan y se vacían las bodegas, estas son ocupadas casi inmediatamente
por los nuevos inquilinos que instalan sus pertenencias, ajenos al escenario. Esto
le da a la atmosfera una sensación de premura difícil de pasar por alto. De vez
en cuando desfilan por la editorial libreros, editores y autores de la ciudad
para comprar algunos lotes de libros. Es un gesto maravilloso de solidaridad,
pues los adquieren a buen precio y tratan de llevar tantos como pueden,
consientes de las circunstancias que se atraviesan.
Por su parte, las maquinas de Don
Ernesto, las plegadoras, impresoras y guillotinas, se van arrumando poco a poco
en el fondo del local esperando a algún posible interesado. Son instrumentos magníficos,
con miles de partes móviles y una estética propia y digna. Sin embargo, a pesar
de su buen estado, corren el riesgo de ser desguazados y vendidos por partes,
como chatarra, sin no encuentran un comprador.
Una tarde se vendieron varias
estanterías, una mesa de madera, algunas cuñas metálicas y una pequeña maquina
tarjetera manual. Es en esos momentos, cuando se desprende de sus herramientas,
aquellas que lo han acompañado durante años, que a don Ernesto se le ve turbado.
Al finalizar esas transacciones sale de la editorial bajo cualquier pretexto y
regresa, después de un rato, ya tranquilo, para continuar el trabajo.
En la noche, visitaron el local Rubén López,
poeta, y Víctor Bustamante, escritor. Don Ernesto fue sacando de un rincón una
botella de licor amarillo, guardada allí quién sabe desde cuándo y comenzó a servir
los vasos. La conversación se animo cuando el maestro impresor contó algunas
anécdotas sobre su negocio: que el primer libro impreso en Lealon fue una obra
titulada comuniquémonos; que la
editorial funcionó primero por 22 años en una casa vieja en la calle Zea, antes
de trasladarse al local actual, ubicado en la carrera Cúcuta con la Paz, que
allí funcionaba, antes de la editorial, una fábrica de hielo. Que el nombre se
debe a que sus hijos, cuando eran niños, hablaban así: véalon, óiganlon, y por
decir léanlo decían Lealon; él los corregía “se dice léanlo” y ellos repetían
Lealon, de allí el nombre. Sin embargo, durante la reunión, había momentos en
que todos mirábamos a nuestro rededor, tratando de digerir una situación que
nos parecía difícil de creer…
Durante las últimas jornadas se
enviaron a la casa de Don Ernesto una gran cantidad de cajas, lo mejor del
muestrario; otras se guardaron en diferentes empresas que facilitaron espacios
para ello. Algunos paquetes de libros se vendieron o fueron entregados en
consignación a diferentes librerías. Sobre el final, cuando ya no se
encontraron más refugios ni llegaron otros posibles compradores, los libros restantes
y los deteriorados se metieron en costales. No sé cuantos fueron, nadie se
atrevió a contarlos…
El día de la entrega definitiva del
local, antes de salir, don Ernesto recorrió por última vez la editorial. Visitó
en silencio cada cuarto, se paseo por donde solía estar el taller de impresión,
la zona de empaste y las bodegas de libros; finalmente entro a las oficinas.
Después salió al balcón y mirando a ninguna parte estuvo allí, quieto, en
silencio, por unos momentos. Cerró la puerta y entregó las llaves del local.
Esa noche vi como se marchaba a pie, de la mano de doña Olga, hacia su casa.
Aunque el especio físico de Lealon ha
dejado de existir, estoy seguro que el trabajo de tantos años seguirá dando frutos.
Por su parte Don Ernesto seguirá corrigiendo e imprimiendo textos en Full
Color, empresa donde continuara con la pasión de su vida. Es inmenso el legado de
la editorial. Don Ernesto ha impreso más de cinco mil títulos de autores e
instituciones de todo el país entre los que se cuentan Miguel Urrutia, Luis
Fernando Macías, Juan José Hoyos, Víctor Gaviria, Álvaro Tirado, Jesús Antonio
Bejarano, Estanislao Zuleta, Manuel Mejía Vallejo entre muchos otros; el
maestro impresor soñó hombro a hombro con ellos, pensando más en la difusión de
las ideas que en el beneficio económico. En las bibliotecas personales,
familiares, privadas y públicas de nuestra ciudad y de la nación reposan una
gran cantidad de estas obras, fruto de los sueños y del esfuerzo, haciendo
perdurables miles de tradiciones, poemas, crónicas, ensayos, historias y
estudios que estarán al servicio de nuestra cultura.