El sonido producido por las teclas de la vieja máquina de escribir de mi madre no se me va a olvidar nunca; esa que tantas veces escuche en mi niñez. Esa maquinita, pequeña y gris, cuyo corazón sentía latir cada vez que mi madre presionaba una tecla.
Hoy encontré esa máquina en el fondo del sótano de mi casa. La descubrí por accidente mientras acomodaba algunas cajas y muebles de mi hermana.
El estuche gastado y roto, con el cierre descocido, y cubierto por una gruesa capa de polvo me hicieron pensar que en su interior encontraría un viejo fósil metálico, atascado y con las teclas incompletas…
Abrí el estuche...
Allí estaba la maquinita Remington Portable de Lux, con sus teclas plásticas color marfil, completa y en silencio…
Con mucho cuidado la tome entre mis manos, como si se fuera a desbaratar en cualquier momento. Subí las escaleras y la lleve a la luz del día; al balcón donde mi madre y mi abuela solían tomar el sol en las mañanas.
Mi primer temor pareció confirmarse: La maquinita estaba trabada, su rodillo negro no giraba y al presionar las teclas no ocurría absolutamente nada…
La voltee “patas arriba” y vi una maraña de polvo y virutas de papel entre sus engranajes, varillas y resortes. Parecía que esa basura llevara ahí millones de años; de nuevo vino a mí la imagen de un fósil medio enterrado en la arena.
Fui por un cepillo de dientes viejo y comencé a sacarle la basura con cuidado y cariño, consciente que limpiaba la herramienta de trabajo más querida por mi madre en su juventud.
Poco a poco, mientras limpiaba, me fui imaginando el día que ella y mi abuela fueron al centro a comprar la maquinita. Era 1963 y mi madre, de dieciocho años, había comenzado a estudiar en la escuela de Comercio Práctico, un curso de secretariado; y necesitaba una máquina de escribir para cumplir con los entrenamientos del curso.
Imagino que mi abuelita, una obrera de la fábrica de tejidos Colibrí, veía a su hija como una flamante secretaria, trabajando en una gran empresa; lejos de los telares y de las jornadas extenuantes del mundo obrero. Así, en su día libre, se fueron juntas a “juniniar”.
En los escaparates de un almacén en el Parque Berrio, vieron un sin número de maquinas de escribir: unas grandes y negras, otras rojas... en el fondo del anaquel una gris, humilde y reluciente…
Ese día, tras firmar un crédito por 12 meses, la maquinita Remington y mi madre comenzaron un camino lleno de letras, hojas de papel, documentos y membretes.
A medida que yo imaginaba esas cosas, poco a poco, la maquina fue quedando limpia. Sin embargo, su rodillo seguía fijo. Insistí, la limpie de nuevo, la aceité con "tres en uno", ese lubricante del tarrito metálico; pero ella, en su obstinación, permanecía muda y quieta. Como si se negara a despertar de un profundo sueño.
Entonces, cuando estaba a punto de darme por vencido, recordé un pequeño detalle. Mi madre, antes de guardarla en su estuche, después de usarla, le movía una pequeña palanca que hacía las veces de cerrojo para que el rodillo no se moviera mientras la maquina estuviera guardada. Lo busque con los dedos y de pronto ahí estaba.
Sonó un “clic” y de inmediato el rodillo cobro vida, se deslizó hacia la izquierda y terminó su recorrido con sonoro campanazo, o mejor dicho, con un TIN fuerte y claro. Se había deslizado con la misma suavidad de hace 50 años…
De inmediato, con la máquina bajo el brazo, fui a mi cuarto y la puse sobre el escritorio. Emocionado le coloque papel. Parecía un milagro, a pesar de los años que llevaba en el sótano, recibiendo polvo y humedad, la maquina funcionaba perfectamente.
Empecé a presionar las letras y comprobé que la cinta de tinta iba corriendo en su carrete. Aunque al principio no marcaba claramente las letras, poco a poco se hicieron un poco más legibles. Era como si los últimos rastros de tinta hubieran estado ahí esperando a que alguien por fin se decidiera a escribir algo.
Las teclas hacían ese ruido familiar y acompasado; el rodillo corría y anunciaba con un “tin” la proximidad del final de la margen, y yo escribía y escribía. Mientras lo hacía comencé a pensar en todos los trabajos y documentos que mi madre escribió con la fiel Remington, y todas las dificultades y penurias que le ayudó a vencer y las cosas que pudo comprarse fruto de su trabajo con ella. La Recordé trabajando incansablemente en la maquinita de escribir, algunos días hasta bien entrada la noche, para ayudar en los gastos de la casa. Recordé las veces que escribía las cartas que mi padre le dictaba, para que el transito le rebajara un informe, o para pedirle un subsidio o unas vacaciones a la empresa de buses donde trabajaba.
Recordé a mis hermanas haciendo trabajos y tareas para el bachillerato en la maquinita, que soportó, estoica, usos y abuso; incluso los míos.
En medio de ese remolino de recuerdos me fui percatando de algo, siempre que usamos la maquina, fuera mi madre, mis hermanas o yo, mi abuela estaba cerca, mirándonos con ternura y con una sonrisa en sus labios finos y hermosos.
Entonces, mientras escribo este recuerdo en la maquinita, me parece estar viendo a mi abuela, de pie junto a mí; con su vestido de florecitas, sonriéndome…
Comienzo a escribir con mayúsculas sostenidas:
GRACIAS ABUELITA, GRACIAS ABUELITA, GRACIAS ABUELITA…
Y la tinta parece brillar en el papel…